Por Alejandro Fernandes Riera // @fernandesriera
El cine tiene la capacidad de hacer la crítica más sutil, valiéndose de metáforas, simbolismos y demás expresiones de la semiótica para lograr tratar un tema sin ser realmente frontal y obvio. Por ejemplo, mother! de Darren Aronofsky no es simplemente una película sobre una mujer que está casada con un tipo que deja entrar a quien sea a su casa, terminando en la destrucción de esta, sino es una metáfora sobre la destrucción ambiental y la forma en que tratamos a las mujeres de nuestras vidas. También se puede decir que Eraserhead de David Lynch es un perfecto tratamiento del miedo y la ansiedad que conlleva la paternidad, tratándola como una película de terror. Y ni hablar de los monstruos en las películas de Guillermo del Toro, que suelen encontrar lo bueno en algo aparentemente malo y sacan a relucir lo malo en quien, aparentemente, es bueno.
El cine noir se ha explorado, quizás de una forma muy precaria, en Venezuela. Ahora, una película busca explorar lo mismo que hiciera Cangrejo, de Román Chalbaud y lo hace con un tono mucho más fresco, profundo y sombrío, tratando como un thriller con elementos del cine de horror una historia sobre la mera humanidad, a la que examina acuciosamente poniéndose un lente muy Se7en o Zodiac de Fincher, o El Silencio de los Inocentes de Demme.
A diferencia de Cangrejo, un hito del cine negro en Venezuela, y volviendo al tema de la semiótica, esta cinta no se basa en un libro sobre un crimen real con un contexto sociopolítico bien claro como 4 Crímenes, 4 Poderes. Más bien es una adaptación casi fiel de la novela Un Vampiro en Maracaibo de Norberto José Olivar, que se toma, como buena traducción cinematográfica de algún texto, ciertas licencias narrativas. Para los detractores del cine de vampiros, deben saber que no es una película sobre la vida de un vampiro. Es una analogía sobre la maldad, la crueldad y la corrupción de y en la propia humanidad, valiéndose de artificios esotéricos y sobrenaturales para establecer exageraciones de la realidad.
El Vampiro del Lago no es, ni de cerca, la mejor película de la historia del cine hecho en Venezuela. No está de mí dictaminarlo, pero tampoco esto fue algo que buscó deliberadamente. Por el contrario, el director y guionista Carl Zitelmann busca tomar su distancia de los estereotipos del cine venezolano con una historia sórdida de crimen e intriga que realmente logra entretener, elevando el juego y el estándar de calidad en un momento duro para el producto venezolano. Acá no hay el clásico malandreo que muchos dicen, erróneamente, que forma parte de cualquier película venezolana. Esto es una historia de crimen mucho más universal y trasladable a cualquier otro país, pues la corrupción y la maldad se hablan más en el mundo que el inglés o el mandarín.
Cuando hablamos de Zacarías Ortega (Eduardo Gulino), no hablamos de un vampiro que ha asesinado a un montón de gente, sino de un hombre macabro, perturbado y agresivo con una debilidad por el mal, que happens to be un vampiro que parece haber hecho un pacto con el diablo para vivir por siempre. Mismo mal que vemos cómo pasa de personaje en personaje y busca meterse por los puntos flacos de la humanidad de otras personas. Acá, el mal, más que una persona, es un ente que está en nosotros y crece o disminuye su tamaño en cada quien. Aquella visión del ying y el yang va perfecta con la naturaleza del ser humano, pues estamos hechos de luces y oscuridades, y es ese claroscuro el que define de qué lado estamos en la línea del bien y del mal.
Es entonces cuando entra en juego otro de los hilos conductores de la cinta: la corrupción del ser humano por su propia ambición, evaluada desde el punto de vista de Ernesto Navarro (Sócrates Serrano), el autor fracasado que, en busca de una gran historia para su próxima novela comienza a sumergirse en ella, y también del de Julio César Villegas (Paul Gámez), periodista que se obsesiona con el caso que investiga. Un paralelo también del propio vampiro, que acudió al propio Lucifer para alargar su vida para siempre.
La báscula entre el bien y el mal, se personifica en Jeremías Morales (Miguel Ángel Landa y Abilio Torres), un noble y valiente detective que investigó los asesinatos de “El Vampiro” o “La Lechuza”, como le llaman a la criatura chupasangre a lo largo del filme, que intenta huirle a lo sobrenatural con un escepticismo que poco a poco se va disipando conforme a va descubriendo la verdad.
Las dos obras que mencionamos de David Fincher prestan mucho de su argumento a la trama de esta película, pues vemos cómo el tipo aparentemente bueno pero testarudo oscurece su propio ser de la misma forma que lo hizo el personaje de Brad Pitt en Se7en, y también vemos cómo un hombre curioso y necesitado de una historia se abstrae tanto en un caso que acaba en un atolladero o en una solución a sus problemas, dependiendo de dónde se mire. “Un hombre cuenta sus historias tantas veces que, al final, él mismo se convierte en esas historias” dicen en Big Fish.
A favor: Grandes performances, el storytelling, fotografía…
El trabajo actoral de El Vampiro del Lago es fundamental para el desenvolvimiento de la película. Lo que hace Eduardo Gulino en la piel del vampiro es algo que consolida la carrera de cualquier actor, pero es tan bueno en algo en específico que podría spoilearles el plot twist de la película. Sepan que la historia se va enredando en sí misma (para bien) y su desenlace es idóneo e inevitable.
Pero Gulino no es el único actor que sobresale en la película. Miguel Ángel Landa entrega un sobrio performance a la altura de lo que su nombre significa. No quiero ser pesimista ni atraer nada, pero, si este es su último papel, es una gran manera de despedirse. Sin embargo, aunque el Jeremías Morales anciano del protagonista de El Pez Que Fuma está muy bien, el de Abilio Torres, un joven actor de teatro, es una razón para virar los ojos a lo próximo que haga. Al verlo en la rueda de prensa y luego en la misma película, noto su camaleónico dote actoral, pues lo que hace es tremendo. Sin perder de vista que su personaje es una versión joven del de Miguel Ángel Landa, Torres se aventura a dejar su impronta en un personaje definido por su valentía y la torsión de su propio escepticismo.
Sócrates Serrano, uno de los mejores actores de Venezuela, también hace un trabajo estupendo, dando dinamismo y personalidad al personaje de Ernesto. Sí te comes el cuento de que es un escritor frustrado que vive a la sombra de su propio ego, y de cómo su propia hambre por tener algo interesante para contar en su próximo libro lo hace arriesgar todo lo que tiene en su vida jugando al todo o nada.
El storytelling y la forma en que se van revelando los misterios que va creando es de sus puntos fuertes. Juega bien con distintas líneas temporales, dándole a la historia un contexto temporal correcto y coherente. La cinta, además, tiene buen ritmo y atrapa desde el principio, pues aunque no te mantiene en el borde de tu asiento durante todo el metraje, sí sientes que no hay nada de sobra en ella y está muy bien contada.
El trabajo de Gerard Uzcátegui en la dirección de fotografía es espléndido, presentando un juego de planos hermoso y fotografiados de una forma donde queda patente que comprendió el concepto de que la oscuridad se trate como un personaje más dentro de la película.
En contra: Secundarios, la omisión de su contexto…
A pesar de las excelentes actuaciones de sus protagonistas principales, algunos secundarios no están a la altura, aunque esto no signifique demasiado para la calidad de la cinta. Julie Restifo y Javier Vidal no tienen papeles importantes en la película, y sus personajes son de lo que menos me gustó de la cinta, pese a que es sabida la calidad de ambos intérpretes.
Por distintas razones ignora la ciudad en la que se ambienta, pese a tomar mucho de ella. No hay acento maracucho (el autor lo pidió expresamente, porque no confió en que los actores imitaran fielmente el acento de la región). Tampoco hay presencia protagónica de la ciudad, más allá de la quimera que supone imaginarse a (lo que creemos que es) un vampiro en una ciudad tan calurosa y soleada como Maracaibo, que fue una de las cosas que se pasó por la mente de su director cuando el libro llegó a sus manos hace más de una década.
Aunque no forma parte del relato original, hubiese sido interesante que se integrara algo de la Venezuela de la actualidad a la película. Una forma de denunciar sutilmente sin miedo a la censura que se pierde, cuando ni la PTJ se convierte en CICPC como sucedió en la realidad, pese a que el propio autor admite que no quiso incluirlo en la película ni quiso evidenciar esta transición, porque resultaba difícil explicarle a otros públicos que el mismo organismo cambió de nombre en la Quinta República.
En conclusión
El Vampiro del Lago es una obra imperfecta, que usa sus falencias a su favor para presentar un trabajo divertido y que no dejará a nadie con un sinsabor al salir de verla y, mejor aún, no te dejará pensando que “es buena… para ser una película venezolana”. Es un buen debut para Carl Zitelmann, que ya confesó que planea seguir haciendo cine de suspenso en el futuro. Es un excelente ensayo sobre la maldad, la corrupción y la descomposición humana, desde el punto de vista de un thriller policíaco que es fiel a sus influencias (las cintas antes mencionadas y, sobre todo, la primera temporada de True Detective, que tiene un juego narrativo muy similar al que vemos en El Vampiro del Lago.
El Vampiro del Lago ya está en cines a nivel nacional.