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Taking Woodstock: La interesante historia de un venezolano en el mítico festival del 69

Gonzalo Galavis es uno de los pocos venezolanos de los que se sabe fueron a Woodstock; esa exposición acuariana que pasaría a la historia como el mítico e irrepetible festival de Paz, Amor y Música celebrado en Bethel, -estado de Nueva York-  hace exactamente 45 años (1969). Empresario y fotógrafo, este caraqueño inquieto registró con su cámara muchos de los momentos más importantes en nuestra historia musical contemporánea. Y esa es sólo una pequeña parte de su historia.

Por: Dakmar Hernández / @Dakmar

En el estudio del fotógrafo abundan las obras de arte, fotografías del linaje familiar, discos y libros. Algunos originales de Warhol, Briceño, Quilici y el Príncipe Negro sellan las paredes. Hay pequeñas piezas de arte conceptual y un álbum lleno de fotografías en blanco y negro que ha traído su primo Toto, compañero de aventuras y responsable del registro del festival y otros trayectos. Antes de iniciar nuestra conversación me emociono al sostener entre mis manos la edición original de la revista Life dedicada a Woodstock. Gonzalo se alegra de que el mood de la radio se vuelva cómplice y Credence Clearwater Revival inaugure mi grabación. “Hay buena vibra” sentencian. Él y Toto sonríen. Parecen adolescentes cómplices. La mirada de Gonzalo escarba la memoria y de repente, se ilumina.

“Siempre fui inquieto. Básicamente he hecho lo que me ha dado la gana cuando he sentido el impulso del cambio o la experimentación” asoma sin pausas. “Tenía 19 años,  había ahorrado mucho dinero como modelo de comerciales, estudiaba en la Católica, me cambié un par de veces de carrera y seguía sin entusiasmarme por aquello. Mi familia era conservadora. Mi abuela sabía de mis sueños y me animaba; sabía que deseaba salir de Venezuela. Pero aquello no era tan fácil a la hora de hablar con mis padres.  Esperé un par de años. El día en que cumplí 21, anuncié que la semana siguiente me iba a vivir a Estados Unidos, que ya tenía el pasaje comprado”. Era 1966 cuando llegó a Nueva York: “Lo primero que hice fue buscarme una novia que no hablara español para que me enseñara el idioma” confiesa sonreído.

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Poco tiempo después, Gonzalo se inscribió en la School of Visual Arts para estudiar Dirección de Cine.  Allí tuvo la oportunidad de trabajar con un fotógrafo alemán especializado en fashion con el que  aprendió a hacer tests  con modelos de Ford y Cooper, -entre ellas, una jovencísima Rene Russo– además de editoriales para revistas como Seventeen, Harpers Bazaar y Vogue, entre otras.

Aquellos fueron buenos años para el inquieto caraqueño. El lugar de reunión para los bohemios y artistas estaba muy cerca del Union Square. Fue allí donde conoció al “Príncipe Negro” como se conoce al artista venezolano Rolando Peña y de la mano de éste pudo acceder a  The Factory,  Warhol y su trabajo cinematográfico. Mientras que Andy se consagraba con sus películas, Peter Max cambiaba la faz de la ciudad hacia la psicodelia. Eran momentos de arte en movimiento y en la calle. “La realidad estaba cambiando. Disfrutabas de apasionadas discusiones sobre arte, filosofía y la vida. Las drogas y la música progresiva te hacían cosquillas. Buscábamos ser reales, vivir en el underground, respirar arte. La música era el eje creativo. Los jueves, viernes y sábados había programación especial en el Teatro Fillmore East. Por poco menos que dos dólares podías ver a Ten Years After, Jimmy Hendrix, Janis Joplin, Humble Pie o Jethro Tull”.

¿Has tomado ácido?

“Era 1969. John, uno de mis mejores amigos, me acompañaba al aeropuerto Kennedy a buscar a mi primo Toto que venía de Caracas a visitarme. En el camino me comentó que había un festival en Ulster que habían declarado zona de desastre pues había más gente de la que esperaban. Los vuelos de Venezuela llegaban a la una de la tarde. Así que media hora después, los tres estábamos en camino hacia Woodstock en un Cadillac dorado que me había comprado poco después de llegar a la ciudad y del que sólo guardo buenos recuerdos”.

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“Era verano y hacía calor”, recuerda. “No llevamos agua, ni comida. Aún faltaban varios kilómetros para llegar y la cola se perdía de vista. Decidimos dejar el carro a un lado de la carretera y emprender el resto del trayecto a pie. Llegamos como a las seis de la tarde. Ya no había entradas, pero es que tampoco había rejas ni nada que impidiera el paso. Eran miles de almas en el despliegue multicolor más hermoso que pudiera registrar  la vista”.

Se estima que el promedio de asistentes al festival sobrepasó el medio millón de personas. Helicópteros del ejército de salvación tuvieron que sobrevolar la zona y llevar comida y agua potable. No se registraron peleas ni muertes.  Para Gonzalo y Toto, todo aquello es memorable.

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“Recuerdo que cuando Joe Cocker subió al escenario se había esfumado el tiempo. Sólo sentías amor y música”.

Con las drogas se buscaba ampliar la mente, alcanzar verdades reveladoras, comprender al otro. “Cuando compartías un ácido con otra persona, aceptabas convertirte y fundirte en los pensamientos del otro”. Como un potente amplificador sensorial, más allá de las alucinaciones, los primos recuerdan acaloradas conversaciones sobre filosofía y política.

“Todo cambió después de Woodstock”, sentencia. De ahí en adelante, la búsqueda siempre fue en el plano artístico y personal.  “Atender a tus propios impulsos, antes que resignarte a vivir la vida sólo en función del dinero o la comodidad”, advierte. A mediados de los 70, Gonzalo vuelve a Venezuela, se convierte en socio de una tienda de moda de vanguardia –Bugati- viaja a las principales ciudades de Europa y Estados Unidos y organiza desfiles de vanguardia en la discoteca La Lechuga. Toto se va estudiar Ingeniería a Standford y recibe clases con prototipos de computadoras HP y otras innovaciones Made in Palo Alto.

Caracas era entonces un lugar en el que abundaba el dinero, se consumían moda y arte, se vivía bien. “Todos los bichos raros compraban su pinta en Bugati. Vestíamos a los rockstars, a los outsiders, a los poetas y hippies-chic. Fue divertido hasta que se convirtió en un trabajo de 24 horas sin alma.  Entonces descubres que ya no eres libre. Allí decidí vender la tienda y volver a mi pasión, la fotografía”.

La realidad venezolana cambiaba vertiginosamente. “Todo el sueño de vanguardia terminó con el Miami ochentoso, la burbuja del  Ta´barato y el Rolex Club, como nos llamaban a los venezolanos en Estados Unidos” lamenta. “Como unos nuevos ricos, soñamos con opulencia sin contenido y perdimos el rumbo”.

No obstante, en la música residía un rayito de esperanza. “Tuve la suerte de formar parte del colectivo cultural que se instaló en Bello Campo y que se llamó Asteroide. Allí tuve la oportunidad de trabajar con Alejandro Blanco Uribe y otros diseñadores y artistas. La gente que iba a Asteroide alucinaba con la decoración que era bohemia, muy underground pero comercial. Allí nació Odisea (un estudio de grabación) y se grabaron las bandas sonoras de las primeras películas de Diego Rísquez, entre otras. Luego Alejandro participó en la creación del sello Sonográfica y nos invitó a trabajar y diseñar las portadas de los discos de Ilan Chester, Luz Marina, Wilfrido Vargas, (a quien recuerdo muy preocupado por parecerse a George Benson y quitarse esa imagen de guarachero); las Chicas del Can, divertidísimas y con una música rara; Sergio Pérez, un Colina recién llegado de Londres, divo, pretencioso, con acento. Quería parecerse a Michael Jackson y así montamos el set. Era un buen momento. Rudy la Scala tenía éxito como cantante y compositor; tuve el privilegio de trabajar con tipos buena gente como Carlos Mata y Franco de Vita. Hice todas las portadas de Daiquirí y Adrenalina Caribe. Jamás hubiera imaginado que en mis manos estaba el retratar uno de los momentos más luminosos de nuestra música”.

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¿Un tesoro? La colección más grande e inédita de fotografías de Vytas Brenner. “La estoy ordenando” adelanta. “Son miles de imágenes que debo clasificar, archivos que estoy seguro que no tenía idea de que poseía”. Hace seis meses que está quieto, instalándose en su nuevo apartamento y haciendo inventario. Nos prometemos un nuevo encuentro para celebrar los hallazgos.

“¿Has escuchado esa canción que dice ‘sin sombra no hay luz’?”, me pregunta. Le comento que es de mis preferidas y de mi banda venezolana favorita: Sentimiento Muerto. “Bueno, luego del vértigo de la luz, atravesé por periodos muy oscuros. Tenía 30 años y ya lo había vivido prácticamente todo. Estaba cansado. Enterré mis archivos durante mucho tiempo. Me perdí.”

El primo lo trae de vuelta a la conversación. Revisitan con asombro la colección de fotografías que ha traído y que registra su paso por Woodstock. La mirada se ilumina. Se ríen, me desvelan las historias detrás de algunas capturas. “El festival nos cambió la vida”, afirman convencidos. “Ese fue, quizás, el último sueño colectivo de cambiar al mundo con amor y música” comenta Gonzalo. Sonríe. Se sabe afortunado. Estuvo ahí para sentirlo e imprimirlo en su ADN, para no olvidarlo nunca.

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